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Mi mundo amarillo

Paseo pensativa por delante de la biblioplaya que instalan todos los veranos delante de mi casa e inmediatamente le echo el ojo a "El mundo amarillo" de Albert Espinosa. Será el color -que llama la atención-, será el diseño divertido, será el autor -al que ya conozco y me encanta- o será la frase de la portada: "Si crees en los sueños, ellos se crearán". Justo lo que necesitaba. ¡Me lo llevo!


Empiezo a leerlo y me engancho en seguida. Conocer la historia del autor, enfermo de cáncer de los 14 a los 24 años, narrada con este tinte optimista y positivo, ayuda a poner los pies en la Tierra rápidamente. Desecho mis estúpidos sueños que quería convertir en realidad. Saber que el deseo de algunos consiste 'simplemente' en poder llegar a andar, en aprender a respirar con un pulmón menos o en tener un día más de vida te quita la tontería de un plumazo.

Así que me olvido de soñar y me dejo contagiar por la alegría de Albert quien, tras pasar 10 años de su juventud enfermo, es capaz de hacernos creer que la vida en los hospitales puede ser tan maravillosa como la que hay fuera. Claro que eso sólo puede decirlo alguien que ha perdido una pierna y, en lugar de lamentarse, dice sentirse afortunado por tener un muñón. Efectivamente, tiene algo que los demás no tenemos...

Y mientras consigue que mi corazón sonría con las anécdotas vividas entre sesiones de quimio, horas de quirófano y resultados de análisis, Albert me habla de los "Amarillos". A-M-A-R-I-L-L-O. Que empieza como AMOR y AMISTAD. No es casualidad.

Al parecer, se trata de una nueva figura a caballo entre los amigos, la pareja y los amantes que, según afirma Espinosa, todos tenemos y debemos identificar. Explica además, para más inri, que todos tenemos 23 Amarillos. Veintitrés. Ni uno más ni uno menos. ¡Mi número favorito! Madre mía. Ya no suelto el libro...

Descubro entonces que un Amarillo es una persona que se cruza en tu camino en un momento determinado y te marca para siempre. Es alguien que puedes haber visto una sola vez en toda tu vida pero cuya conversación con él te deja huella eternamente y te ayuda a ser mejor persona. 

Es alguien que te abraza. Que te abraza de verdad. Con esos abrazos intensos y suficientemente largos como para serenarte el alma.

Es alguien que te acaricia, te cuida y te recompone cuando lo necesitas. Es alguien a quien puedes llamar a horas intempestivas y siempre está. Aunque es posible que ya no lo necesites. Verlo una vez puede ser suficiente. Una parte de él ya se ha quedado en ti. Consérvala.

Un Amarillo es alguien especial que de repente te desarma y hace que le confíes los secretos más recónditos. Y es que "lo que más ocultas, es lo que más muestra de ti. Dime tu secreto y te diré por qué eres especial".

Para que alguien sea tu Amarillo además debes haber dormido con él. Y digo bien: dormir. Nada de sexo. Porque, en palabras del propio Espinosa: "Ver cómo despierta alguien, cualquier persona, crea una sensación de cercanía, de verle nacer, de verle volver a la vida; eso es comparable a mil, o mejor dicho, a cien mil conversaciones". Ciertamente, ver esa mirada, recién aterrizada del sueño y aún desprovista de la contaminación de lo mundano, transmite más que cualquier palabra.

Me pongo manos a la obra y repaso los posibles candidatos a ser mis Amarillos. Y sin apenas tiempo para pensarlo, creo identificar al primero. Se presenta ante mi de forma inesperada. Compruebo entonces que sus características coinciden con la descripción de Albert y me quedo tranquila. Porque poner nombre a las cosas ayuda a archivarlas. Así que le pego la etiqueta de "AMARILLO" y lo encierro en el recipiente color canario. Ya sólo me quedan 22...

Sin embargo, un par de días me bastan para darme cuenta que de Amarillo, nada. En todo caso, amarillo fosforito al más puro estilo Acid House. Pero Espinosa no habla de tonalidades. O se es Amarillo o no se es. Así que ¡fuera pegatina! Abro el bote y dejo que mi Amarillo-no-Amarillo eche a volar.

Y me vuelven a quedar 23...

Paso un tiempo dándole vueltas e intentando localizar a mis verdaderos Amarillos pero compruebo que es más complicado de lo que creía. La delgada línea entre unos sentimientos y otros y la confusión veraniega que producen el calor y las horas de chiringuito me obligan a tirar la toalla y sumergirme en otra de las obras de Espinosa cuyo título parece más apropiado: "Todo lo que podríamos haber sido tú y yo si no fuéramos tú y yo". Casi nada.


Volver a ser un niño

Resacosa todavía tras el concierto de Los Secretos, me cuesta despertarme de un profundo sueño que me ha transportado al pasado. Un inesperado paréntesis que me deja cargada de emociones y descargada de energía.

Decía Álvaro Urquijo, con voz desgarradora y con esa sonrisa de quien sabe que lo que te está diciendo te está taladrando el corazón, que "con la inocencia tan graciosa, que cambia el nombre de las cosas, con ese brillo que te vuelve un niño, llegaste como si tal cosa. Después del tiempo que he perdido en aventuras sin sentido, me siento solo y a la vez perdido, sólo porque me has sonreído y pido volver a ser un niño..."

Y así, como por arte de magia, como el que sopla una velas y pide un deseo, recupero la juventud. Y me despojo de la madurez para recuperar esa cándida inocencia que te permite exprimir la vida al máximo. Y me libero del miedo para recuperar el arrojo propio de unos años demasiado tempranos para haber sufrido los golpes de la edad adulta. Y, así, resucita el alma e irradia alegría.

Y vuelvo a reír a carcajadas, a bailar hasta que sale el sol, a bañarme sin ropa en el mar de madrugada mientras tirito, a mirar el cielo estrellado en el mismo momento en que pasa una estrella fugaz, a coger olas, a
despertarme para ver amanecer, a sentir el placer de pisar la arena virgen y notar el frío en los pies. Y vuelvo a sentirme viva y se me vuelve a acelerar el corazón.

Y entonces, embriagada por estas sensaciones ya olvidadas, abro mi alma de niña y te desvelo secretos atrapados muy adentro y te enseño las heridas aún abiertas, con la estúpida esperanza de que, al volver a mi mundo presente, éstas ya ni siquiera existan...

Y cuando ya empezaba a creerme que el sueño era real, cuando ya me estaba viendo navegando de nuevo por los mares de la juventud, las luces se apagan y se cierra el telón. Se agotaron los bises.



Y resuenan en mi cabeza las palabras de Álvaro: "pero ¿cómo explicar que me vuelvo vulgar al bajarme de cada escenario?"
Fin del concierto. Despierto del sueño. Regreso a la calle del olvido. A mi bulevar de los sueños rotos.
Y no puedo sino "recordar lo que fue y lo que pudo haber sido".
Porque, ya lo decía Enrique, "la nostalgia y la tristeza suelen coincidir. Y si ahora estoy así es porque hoy la vi."

Y no sé muy bien cómo ponerle el punto final a este regreso al pasado.
No sé si procede un "te he echado de menos hoy, exactamente igual que ayer", un "¡vete ya de mi vida! ¡Déjame en paz! Tus ojos de perdida no me dejan soñar" o simplemente un "he muerto y he resucitado y hoy he soñado en otra vida, en otro mundo, pero a tu lado..."

Quizás lo prudente sea volver a cerrar los ojos y esperar que el espectáculo continúe para retroceder de nuevo 40 años, los mismos años que llevan Los Secretos regalándonos canciones que dan sentido a nuestras vidas, y volver a ser un niño...